Campanas para un hombre común
La muerte a veces no golpea la puerta. A veces, flota en el aire, cruza plazas, invade campanarios y nos toca el pecho con un recuerdo. Es el eco que deja un hombre cuando ya no camina entre nosotros.
No soy practicante. Hace mucho que dejé de serlo.
Pero fui moldeada en el crisol de un pueblo católico. Trece años de escuela religiosa, misas en templos repletos de adolescentes bostezando, cancioneros entonados con voz de obligación. Algo en mí que se fue deshilachando con los años, pero mi alejamiento de la fe organizada merece su propio relato, quizás para otro día.
El lunes, sin embargo… no habré sido la única en darse cuenta de que el aire estaba quieto. ¿Será posible que el mundo entero contuviera el aliento en una inmensa pausa de respeto no pactado?
No fue un estallido. Fue ese temblor sordo, como el ruido de una casa vieja. Quizás lo supe antes de leerlo, que el mundo había perdido un peso que ni sabía que cargaba.
No —me dije— por la figura misma del pontífice, sino porque Francisco, Jorge Mario Bergoglio, ha logrado algo que pocos logran en esta época de íconos de plastilina.
Acá, en su tierra natal, su nombre nunca estuvo libre de controversias. Para algunos, fue el último gran compañero de los pobres. Para otros, un acomodaticio experto en navegar las mareas del poder. La historia argentina es un eterno River-Boca, me dijo una profesora hace tiempo. Tiene razón.
Francisco mismo era un producto de esta tierra en la que la devoción y la desconfianza se dan la mano en pactos de sangre. La misma donde los santos son sospechosos y los criminales, venerados. Donde la fe es una herida abierta, siempre supurando algo de amor y algo de rabia.
La diversidad de opiniones en Argentina no sorprende: somos un país que vapuleó a Messi durante años, que lo llamó pecho frío y traidor, hasta que alzamos la Copa y lo hicimos santo de golpe, como si el amor verdadero fuera cuestión de goles.
Francisco fue amado y fue odiado, a menudo por las mismas personas, con la misma boca.
Creciendo, aprendí a reconocer esos matices. La religión no es una única voz; es un tejido de muchas, algunas rezando, otras gritando. Y en Argentina, su figura fue eso: un campo de batalla de esperanzas y resentimientos.
Cuando lo eligieron, ¡vaya sorpresa! Un argentino, ese argentino. Yo estaba en clases, vaya uno a saber de qué. Sólo me acuerdo de la irrupción momentánea de alguien que dijo: “Tenemos un Papa argentino”. Nosotros gritamos, pero no sé si realmente sabíamos por qué.
Mientras, algunos lo vitorearon. Otros recordaron viejas heridas de la dictadura. Es que acá, en su tierra natal, nunca fue ni completamente santo ni completamente villano. Era humano. Y eso lo hacía insoportablemente real.
¿Y por qué conmueve la muerte de alguien que no conocemos? ¿Qué fibras ocultas del espíritu humano hace vibrar la partida de un desconocido familiar?
Ví videos de Francisco acariciando la cabeza de niños enfermos, abrazando a ancianos, deteniendo el Papamóvil para besar a un bebé o algún alma que, sabía él, lo necesitaba. Vi sus manos grandes, de dedos anchos, de labrador más que de sacerdote.
Era, a su modo, un testimonio de algo perdido: la ternura como acto de rebeldía.
También pienso que era un Papa que sabía cómo reírse. Eso, más que cualquier encíclica, era su revolución.
No conocí a Francisco. Nunca respiré el mismo aire que él. Nunca me santigüé frente a él. Nunca le pedí nada. Y sin embargo, cuando ví los rostros en la plaza de San Pedro, bajo un cielo de plomo, con campanas llorando a un muerto que ya sabían muerto antes de que sonaran; sentí ese vacío tibio que sólo deja la partida de alguien que, sin saberlo, tocó algo dentro nuestro.
Quizá fue su humanidad tosca, sin perfecciones teatrales. Su modo de agacharse ante los niños, de besar manos temblorosas, de abrazar cuerpos sin disimulo ni repulsa. Francisco no parecía de mármol. Parecía de barro, de carne y de polvo.
Pienso que su muerte me ha conmocionado no porque fuese un Papa, sino porque fue un vestigio de una fe que, a veces, todavía quiero entender.
Su última aparición pública pareció extrañamente lúcida. Su voz, rasposa pero firme, bendijo a una muchedumbre bajo un cielo plomizo. Ya encorvado, ya gastado, parecía un pastor a punto de ser devorado por sus propias ovejas. Y, aun así, sonrió.
Como si supiera.
Me ha conmocionado por todo lo que creí que simbolizaba la fe: la niñez de rezos susurrados, las procesiones, las abuelas que guardan estampitas entre las hojas de los Evangelios. Y lo que ahora pienso que simboliza: el hambre de creer en algo más grande cuando todo parece podrirse.
Francisco fue el último susurro de ese mundo para mí.
No era infalible. Ningún humano lo es. Habrá cargado silencios pesados, mirando por el rabillo del ojo al infierno de su propia institución. Y aun así, caminó. Se ensució las manos. Nos acercó a muchos.
La sotana blanca y zapatos negros no caminarán más entre nosotros. Su muerte no es apenas el fin de un papado. Es la señal de que, incluso en las instituciones más antiguas, los cuerpos siguen siendo cuerpos: frágiles, fugaces, vencibles.
Dicen que cientos de gaviotas sobrevolaron la cúpula de San Pedro la noche previa a su traslado a la basílica. No lo presencié, pero quiero creer. Quiero imaginar esos cuerpos blancos girando en círculos, como una procesión salvaje, como un exorcismo del dolor, un acompañamiento y una última bendición.
La muerte siempre necesita sus propios rituales. No siempre es una tragedia colectiva. A veces es solo una piedra en el zapato del tiempo. Pero esta no.
Hoy, al escribir esto, no rezo. Pero siento.
Me quedé pensando en las gaviotas. Pensé en la piedra de San Pedro temblando bajo el repicar de las campanas. Pensé en los peregrinos que lloraban frente a una muerte que no les pertenecía.
Y tal vez no es sólo por Francisco, sino por nosotros mismos.
Por el hombre sencillo que no volveremos a ver caminar entre la grandeza hueca de este mundo. Por la certeza brutal de que todo rostro, incluso el más amable, será devorado por el tiempo. Por la intuición aguda de que, cada vez que muere alguien así, el mundo se vuelve un poco más frío.
Una parte vieja de mí, esa que aprendía letanías de memoria mientras enredaba el dobladillo del uniforme, se levanta para despedirlo.
No como a un santo.
No como a un ídolo.
Como a un hombre.
Un hombre que jugó con niños, que trató de coser una tela raída de años de hipocresías. Que caminó con barro en los zapatos y preguntas sin respuesta apiladas en la espalda. Que abrazó los vestigios de un mundo bombardeado. Que eligió ser recibido para su eterno descanso por la gente que defendió: transexuales, migrantes, presos y pobres.
Un hombre que, como nosotros, fue más pregunta que respuesta. Y en este mundo tan huérfano de compasión genuina, eso ya es un milagro.
Las gaviotas habrán dejado de girar. Las campanas habrán callado. La plaza, vacía e inmensa, se habrá tragado los últimos ecos de su nombre.
Francisco está muerto.
Y con él, también murió algo que ni siquiera sabíamos que aún conservábamos: el tenue milagro de sentir que, en algún rincón del mundo, todavía quedaba un hombre capaz de sostenernos la mirada sin pedirnos nada a cambio.
Campanas para un hombre común.
Y para todos nosotros, los que seguimos vivos.
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Que descanses, Francisco. Nosotros seguiremos buscando.
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Hay gente que se queda con un pedacito de nosotros sin pedirlo y lo damos sin que nos demos cuenta. Honrar ese pedacito que se fue para hacerle espacio a lo que viene, es tan humano como respirar.
Qué emocionante esta reflexión. ❤️🩹